Padre Aldo

Multiplica mi amor, quítame todo para siempre. Tú solo, Jesús, me bastas… conquístame… sí

Autor: Paolo Risso

El 11 de abril de 1927, en Papiano, aldea de Stia (Arezzo), nació Aldo Giachi, hijo de Angiolo y Gina Bertelli, padre de rebaños, madre ama de casa. Es un buen niño, siempre alegre, sociable en los juegos con compañeros y amigos. A los 7 años, primera Comunión y Confirmación, el 11 de noviembre de 1934.

Aldo ya ha vivido una tragedia: el año anterior, 1933, su madre había sido asesinada por un error. Unas tías cuidan de él y de su hermana. El pequeño revela un coraje singular. Entre los compañeros aparece como líder ya menudo se sube a una silla y comienza a predicar a ese Jesús a quien ama como primer Amigo. De hecho, dice que de mayor habría sido predicador.

En 1937, cuando solo tenía diez años, su padre murió a una edad temprana. Aldo está solo en el mundo y quiere consagrarse a Dios, una tía lo lleva a Roma donde completa la escuela primaria.

Continuar leyendo su biografía

Sacerdote a instancias de Pío XII

Con once años, en el ’38, fue acogido en el Colegio de los Jesuitas de Loreto (AN). A pesar de todo, es alegre y vivaz, hábil jugador de fútbol, ​​erudito en la escuela, rico en un lenguaje franco y mordaz. En 1942 se traslada al Instituto Cesena para el bachillerato-gimnasio. Está Jesús en el centro de su vida. A los 17 años, en 1944, era novicio, pero pronto debido a una úlcera duodenal se vio obligado a abandonar el noviciado para recuperarse.

Curado tras una operación muy dolorosa, padeció casi todo en vigilia y ofreciendo sus sufrimientos con Jesús Crucificado por su vocación, volvió al noviciado en el ’46, en Galloro. En mayo del 48, los tres votos simples pero perpetuos, que para su alegría le hicieron jesuita para siempre. Su modelo es el padre Agostino Pro, jesuita, fusilado en la Ciudad de México, el 23 de noviembre de 1927, por odio a la fe, por los sabuesos de Calles. Aldo también quiere morir mártir por Jesús.

Un día, mientras toca el órgano en la capilla, se da cuenta de que su mano derecha responde poco. Es el comienzo de un «mal» insidioso. En el otoño del ’49, se trasladó a Roma para los tres años de filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana. Pronto parece seguro que se trata de un tumor entre la 4ª y la 5ª vértebra. Por lo tanto, se verá obligado a estudiar, en casa, incluso durante el período de cuatro años de teología. En 1951, ahora incapaz de moverse, le dieron solo un año de vida. Aldo acepta la «condena» como un regalo de Dios para los demás.

Estudia con gran provecho. Es tranquilo y fuerte. Su oración se vuelve cada vez más intensa. Pero, ¿Cómo ordenarlo sacerdote en esas condiciones? ¿Cómo llevaría a cabo su ministerio, inmovilizado en una silla de ruedas?
Aldo no se desanima: escribe al Santo Padre Pío XII, quien, como verdadero padre y «pastor angelical» que es, le concede el sacerdocio. El 5 de enero de 1957, Aldo Giachi fue ordenado sacerdote en la capilla de Villa Vecchia en Mondragone, por el obispo de Frascati, Mons. Budelacci.

Inmediatamente se dedicó al ministerio de las confesiones y la dirección espiritual de los muchachos del Colegio de Mondragone y de los forasteros que acuden a él, cada vez más numerosos por el aprecio a la santidad que emana de su constante sonrisa. Participa en los Voluntarios del Sufrimiento fundados por Mons. Novarese y con ellos va 14 veces a Lourdes ya los ejercicios espirituales de Re (Verbania). Está convencido de que en su condición debe prestar un gran servicio a los enfermos y discapacitados, para aprovechar al máximo el sufrimiento, y por ello aspira a pasar su vida de un modo cada vez más perfecto.

Por ello, en 1964 consiguió ser trasladado al Centro reservado a los inválidos de la gran guerra de la Vía Ardeatina, donde encontró su segundo fructífero campo de trabajo. Durante años recorre los pasillos en silla de ruedas, a menudo silbando: un sacerdote que, cuando está enfermo, da consuelo a otros enfermos, que asiste, celebra la Santa Misa, se confiesa, es aún más creíble, compartiendo el dolor en su propia piel. . Pero el P. Aldo Giachi no se queda ahí: como buen jesuita, siguiendo los pasos de los más grandes Misioneros de la Compañía, quiere partir como misionero y presenta la petición, ante el asombro de los superiores.

La cruz que vence

El 12 de abril de 1968, increíble pero cierto, a pesar de ser “un cura de 4 ruedas”, como le gusta definirse a sí mismo, partió del aeropuerto de Fiumicino con dos enfermeros, rumbo a Chile, para quedarse allí para siempre. Es Viernes Santo, ese día, y el P. Aldo lleva al cuello el Crucifijo de los misioneros. Durante 21 años en la misión, hará verdaderos milagros, curando muchos más enfermos que muchos sanos, convirtiéndose en un faro de luz para Chile y más allá de Chile, donde sea que pueda hacer llegar su testimonio.

Restringido por la silla de ruedas, está lleno de luz, de fuerza y ​​de amor, de santas angustias por los que, como él, tienen el cuerpo mutilado para siempre. Durante 13 años, el P. Aldo fue capellán del hospital de Salvador. Al mismo tiempo, fundó el Centro Esperanza Nuestra en Maipú con un servicio particular para enfermos crónicos. En el Centro imparte un boletín, titulado Entrega, que significa «entrega, ofrecimiento, regalo» como instrumento de animación y conexión. Él mismo os escribe en primera persona, artículos de una fe sin límites.

En el centro de todo, pone la Santa Misa: «El sacerdote – anota en su diario espiritual – es el hombre de sacrificio. Hoy el único sacrificio es el de la Misa. Hace mucho tiempo que la gran alegría de mi día es mi Misa. Poder dar vida, poder hacer presente al mismo Jesús en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en forma de víctima en manos de un sacerdote víctima, poder hablar con Dios, ser poder adorarlo y visitarlo en el Santísimo Sacramento, poder pedirle directamente fuerza, valor, una sonrisa, poder pedirle consejo con sencillez, esta es la gran alegría de mi día”.

Escribe: «Jesús quiso perpetuar sólo la pasión de su vida en la Santa Misa y convertirla en el centro del culto y del cristianismo, para recordarnos cómo nos redimió». Luego concluye: «Darse al apostolado es darse a la Cruz. Darse a Dios es darse a la Cruz. Darse a las almas es darse a la Cruz. Las almas se pagan». en persona».

Orar más intensamente: «Oh Señor, toma de mi existencia lo que quieras para la Orden, por lo que te pido… distribúyelo como quieras… Confío en Ti. Reparación por la Compañía de Jesús, por los enfermos , por los amigos, por los parientes, por los pecadores, por las almas que acuden a mi sacerdocio”. El P. Aldo pretende llevar a cabo el mensaje de oración, penitencia, conversión de las almas, que Nuestra Señora lanzó en Lourdes y Fátima. Como Jesús en la cruz, no quiere quedarse con nada: «Tengo el deseo de ser tomado. Tómame, Jesús, aplástame, apriétame, tortúrame, dame todo: por la Iglesia, por las vocaciones, por los enfermos, toma lo que quieras. Multiplica mi amor, quítame todo para siempre. Tú solo, Jesús, me bastas… conquístame… sí».

Es consciente de estar crucificado con Jesús: «El madero de la Cruz. Cuántos besos no daríamos a este madero. Qué gran Cruz en el mundo, la gran Cruz de los siglos: Jesús, y los que sufrimos con él». Madera preciosa… los cantos de la Cruz: ¡dulce lignum!». Desde la Misa, la re-presentación del Sacrificio de Jesús, desde la unión de su sacrificio con el de Jesús, el P. Aldo tiene una acción intensa en medio de los enfermos y de la sociedad.

Mientras da su consejo y apoyo personal con la Eucaristía y los demás Sacramentos y los retiros, ve que las almas, a través de él, encuentran a Jesús, la santidad: “Dios mío, te agradezco tanto. Ves que soy un jesuita pequeño, el último, que te ofrece todo de sí mismo, para que esta Orden mía sea como la quieres Tú y como la quiero Yo, como la quiso San Ignacio, una Orden de locos por el Reino de Cristo, una Orden de servidores de la Iglesia, humilde, apasionada, pero llena de Ti preparada como ninguna, santa como ninguna”.
El padre Aldo tiene la alegría de tocar con la mano la fecundidad de su ministerio: «¡Cuántos enfermos me dicen que se alivian con mi sonrisa, con mi serenidad, con la paz de mi silla de ruedas! ¡Cuánta fuerza, Señor, me dale a los enfermos, la fuerza que Tú me das, la calma, la convicción, la fe que Tú me das. En el fondo, los enfermos dicen: voy al que es como yo, él me enseñará a hacerlo… como lo hizo Jesús, te doy gracias de mi condición”.

Amor hasta el ultimo

La Santa Misa, celebrada y vivida como el Sacrificio de Jesús en la cruz, empuja al P. Aldo a buscar, para sus hermanos enfermos, la promoción de la fe y la justicia. Trabaja, desde su silla de ruedas, con todos los medios -palabras, escritos, acciones- para despertar las conciencias de los chilenos de toda categoría y de las autoridades, para que se reconozca la necesidad de hacer leyes que aseguren los derechos de los inválidos y paralíticos., darles una pensión que ayude a las familias con sus gastos; capacitarlos para el trabajo y promover leyes que garanticen un empleo digno y adecuado; finalmente para que tengan acceso al subsidio habitacional. Él mismo encuentra la manera de adquirir sillas de ruedas de bajo costo para dar a los enfermos la oportunidad de moverse y facilitar el trabajo de los miembros de la familia.

A su lado, desde el principio hay hombres y mujeres que, atraídos por su ejemplo y coraje heroico, piden dedicarse a sus actividades. Algunos de ellos casi se convierten en sus manos en sus pies para desarrollar sus actividades tanto como sea posible. Son voluntarios chilenos, misioneros italianos que ofrecen su vida y sus manos llenas de amor, colaborando con el P. Aldo, que vive crucificado.

Según los médicos, debería haber muerto en 1951. En cambio, encanta a los que encuentra con el encanto de una vida extraordinariamente rica y entregada, en 38 años de enfermedad, florecimiento de la configuración con Jesús en la cruz y del amor a los más hermanos que sufren, multiplicando talentos e iniciativas más allá de lo creíble. Hasta el último.

El 21 de julio de 1989, después de apenas 24 horas de lúcida agonía, va al encuentro de Dios, «habiendo amado a los suyos hasta lo sumo, como Jesús» (Jn 13, I). Había pensado en su continua meditación-oración también en su última hora, escribiendo en su diario: «Qué lindo poder morir sin dejar a su mujer y a sus hijos, sin que nadie llore, morir solo y ser olvidado por todos, pero para ¡id a Dios, castos, pobres, obedientes y enamorados de Cristo!”.